Una vez, en el desierto
- Carlos Alfredo
- 18 feb 2024
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 13 jul

Una vez en el desierto
En aquella vez, cuando no quería amor,
insististe en sonreír y abrumaste mi supuesta paz,
con miedo y decisión,
te amaría como no lo imagine.
Sin planes, metas, ni historias bonitas,
pero la estela de tu cuerpo contigo me llevó,
pues llenaste el vacío que mi corazón suplicaba.
Y te amé;
te amé con sinceridad, con locura y sensatez,
tanto te amé que el banquillo de mi espera, tu dulce aroma escondió;
y un novenario de lunas más tarde,
una hermosa flor, la luz del día conoció;
blanca Lyla, robando algunas madrugadas para ella,
una diferente forma de amar, conocí.
Serán mi jardín, jardín que no pedí,
pero al igual que tú
llegaron para profetizar que nadie soy sin el brillo de sus pétalos,
ni el color de sus flores
que fragantes y sonrientes son,
cuando felices están.
Hoy, el fuego del invierno espina mis pies,
el terror del infierno, cual lamidas bestiales,
mi cuerpo, tambalear intenta;
no pienso desistir.
Mirando jugar, reír y felices ser,
mi alma concibe un poco de vida, otra vez,
razón suficiente para reafirmar y combatir sin escudos,
este frio infernal.
No importa el tiempo, el lugar o la distancia,
aprenderé a vivirlo,
pero nunca cambiaré tu sonrisa y su inocencia,
al correr felices entre la libertar de ser amados.
Y si el amor toca tu puerta y enamorada brillen tus ojos otra vez;
sonriendo nervioso sabré, que nada más te falta.
Mas mi jardín de Lylas, Kikis y Yiams,
el cerco de mi presencia siempre tendrá.
Sus raíces no tendrán sed.
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